Sotanas, uniformes y CCD (foto ilustrativa) |
Dos
días después de la elección del Papa argentino, los fiscales Nebbia y Palazzani
solicitaron en Bahía Blanca la detención del sacerdote Aldo Vara, que con el
grado de capitán ejerció como capellán del Ejército durante la dictadura. Se le
imputa haber participado de torturas a personas secuestradas. El cura, que goza
de la protección institucional de la Iglesia, también fue beneficiario en esta
oportunidad de la cobertura judicial actual de primera instancia: el juez Martínez
denegó el pedido y se colocó en el rol de abogado defensor del imputado.
Por Diego
Kenis
Los fiscales Miguel
Palazzani y José Nebbia, abocados a la investigación en las causas por delitos
de lesa humanidad en Bahía Blanca, siguen marcando el camino trazado por sus
antecesores Hugo Cañón y Abel Córdoba. Hace menos de un mes asumieron la
responsabilidad al frente de la Unidad Fiscal y sus primeras firmas fueron las
que cada uno estampó en el pedido de detención e indagatoria contra el
sacerdote de la Iglesia católica Aldo Omar Vara que elevaron al Juzgado Federal
1, a cargo del subrogante Santiago Martínez, cuarenta y ocho horas después de
la elección del cardenal argentino Jorge Bergoglio como Papa y mientras en las
vidrieras de la ciudad se dejaban ver maniquíes que adornaban sus pechos con
crucifijos papales.
Resguardado en destinos
no precisados por la propia Iglesia católica luego de que su actuación durante
la dictadura tomó estado público en el Juicio por la Verdad de 1999, Vara se
desempeñó entre 1971 y 1979 como capellán del Ejército en el Comando del V
Cuerpo y en el Batallón de Comunicaciones 181, y fue mencionado una y otra vez
por víctimas que prestaron declaración testimonial en el primer juicio contra
represores del V Cuerpo, que concluyó en Bahía Blanca en septiembre pasado. El
fallo del Tribunal integrado por los jueces Jorge Ferro, José Triputti y Martín
Bava incluyó el señalamiento de las responsabilidades del sacerdote en el plan
criminal y la remisión de copias de los testimonios al Juzgado Federal que el
año pasado quedó a cargo de Martínez.
El juez Martínez decidió
delegar la investigación en la Unidad Fiscal y para hacerlo efectivo eligió una
fecha simbólica: el 28 de diciembre, según el calendario católico el Día de los
Santos Inocentes. La ironía de la fecha elegida se comprobaría un trimestre más
tarde.
Cigarrillos
al CCD
La Unidad Fiscal quedó
a cargo formalmente de la investigación recién a fines de febrero y no demoró
más de una quincena en pedir la detención e indagatoria del sacerdote. Lo hizo
basándose fundamentalmente en la abundante cantidad de testimonios que refieren
el contacto que Vara tenía con personas secuestradas en dependencias del V
Cuerpo. Las más concluyentes son las referencias del caso de los entonces
estudiantes secundarios de la ENET de Bahía Blanca, que permanecieron primero
en el Centro Clandestino de Detención (CCD) “La Escuelita” y luego de un
simulacro de liberación fueron reconducidos a instalaciones del Batallón de
Comunicaciones 181, donde eran interrogados de manera similar y hasta donde se
acercaba para tomar contacto con ellos el cura Vara, vestido “con sotana, o con
pantalón y el cuello blanco de los sacerdotes”.
Los testimonios
refieren, además, que durante las visitas Vara hizo una serie de preguntas a
los estudiantes clandestinamente detenidos, les dio “algunos consejos” y llegó a llevarles cigarrillos o galletitas,
configurándose de este modo en “el bueno” del juego de roles del interrogador
malo y el interrogador bueno que señaló el fallo por el cual se condenó al
también capellán Christian Von Wernich, de similar desempeño. Sin embargo, el
grado de bondad real de Vara era bien relativo: Gustavo López, secuestrado en el
predio del V Cuerpo, pidió al sacerdote que avisara a sus padres dónde se
encontraba, pero tal como indicó ante el TOF bahiense su madre, María Gallardo
Lozano, “ese ruego nunca llegó”.
Otro ejemplo del
comportamiento de Vara se desprende a partir del caso de Patricia Chabat,
secuestrada y detenida clandestinamente en “La Escuelita” y posteriormente
trasladada a la Unidad Penal 4 de Villa Floresta. Chabat conocía a Vara desde
su paso por el colegio secundario, por lo cual no dudó en identificarlo como el
sacerdote que la entrevistó apenas llegó a la UP4 y le aconsejó “olvidarse de
todo lo que había ocurrido en ‘La Escuelita’, pues era responsabilidad de sus
padres”, lo que prueba que el capellán estaba perfectamente al tanto de lo que sucedía
en el CCD.
El
torturador de cuello blanco
Para los fiscales, es
claro que el comportamiento de Vara ante las víctimas y sus familiares
configura un modo de tortura, delito por el cual lo imputan. Desde su condición
de religioso, vistiendo incluso las ropas que le otorgan un particular poder
simbólico, “amparándose en su misión pastoral” y “con todo lo que ello implica
en la configuración subjetiva de las personas”, Vara interrogaba a los
secuestrados, “produciendo bajo esa modalidad y con esa singularidad la sesión
de interrogatorios bajo tortura” a personas que se encontraban secuestradas,
inermes, sin posibilidad alguna de defenderse y ante una autoridad eclesiástica
que no sólo no hacía nada por resguardarlos sino que les aconsejaba responder y
olvidar lo ocurrido. “Una sola cosa diferenciaba a Vara de (los militares Santiago)
Cruciani, (Julián) Corres, (Osvaldo) Páez y (Hugo) Delmé: su técnica de tortura”,
resumieron los fiscales en su escrito, que recuerda además la advertencia que
Rodolfo Walsh había hecho en su Carta Abierta de 1977 respecto de la forma “metafísica”
de la tortura.
Esta modalidad se complementaba
con otra, que el pastor ejercía sobre los familiares que se interesaban por el
destino de sus desaparecidos. En este caso, el sacerdote no varió en su postura
ni entonces ni en los treinta años que en este 2013 se cumplen de democracia,
ya que nunca se presentó a denunciar lo ocurrido ante la Justicia ni aportó
datos sobre el paradero de los bebés nacidos en cautiverio o el destino de los
cuerpos de las personas que permanecen desaparecidas, lo que revela su voluntad
actual de “transgredir el ancestral derecho de dar cristiana sepultura a los
ausentes” y su desinterés en atenuar el dolor de los sobrevivientes, tal como
refirieron Nebbia y Palazzani.
El
Reglamento bajo el brazo
En su escrito, los
fiscales consideran a Vara como “un engranaje importante en el andamiaje de la
tecnología del terror en la Subzona 51, por la propia condición de religioso y
lo que ello implicaba en el imaginario de los represores y víctimas”, agregando
que “la utilización de su investidura religiosa a favor de los designios del
plan y de los suyos propios se advierte en la presencia permanente” del cura en
los CCD. De hecho, su oficina estaba ubicada en la planta baja del Batallón de
Comunicación 181, por el que pasaron varias de las víctimas del accionar
represivo del Ejército. Es por ello que Palazzani y Nebbia decidieron imputar
al sacerdote por la totalidad de los hechos ocurridos en el ámbito del V Cuerpo
entre 1976 y 1979, cuando dimitió a su función. La nómina incluye privaciones ilegales
de la libertad, torturas, homicidios, desapariciones y la apropiación de dos
criaturas.
La presencia y
actuación de los capellanes en el marco de un “combate” como el que se
utilizaba para enmascarar a la represión clandestina estaban reguladas desde
1968, cuando el dictador Alejandro Lanusse dictó el Reglamento de Operaciones Sicológicas
del Ejército, cuyo artículo 3013 tipifica entre las “responsabilidades del
capellán” la de evaluar qué impacto o motivaciones tiene la religión dentro de “la
zona de interés”. Es decir, de qué modo puede usarse la sotana para arrancar
información a los detenidos en un CCD como aquellos que Vara visitaba.
El compromiso del cura
con su función puede leerse incluso en uno de los párrafos de su nota de
dimisión de 1979, dirigida al Jefe del Batallón de Comunicaciones 181. Allí, le
agradece por permitirle el “honor (de) haber podido comprometer mi vida y
arriesgarla, durante estos largos años de iniquidad y salvajismo. Fue un honor
brindar mi aporte sacerdotal a una empresa tan difícil”.
Juez
y parte
El juez Santiago
Martínez respondió a la solicitud de los fiscales ayer viernes 5 de abril. Lo
hizo mediante una resolución de sólo dos carillas, cuyo texto argumentativo se
resume en realidad en dos párrafos y mediante la cual negó el conjunto de
pedidos de los fiscales, obstruyendo de ese modo la función investigativa que
él mismo les delegó el Día de los Santos Inocentes del año pasado.
En opinión del
magistrado, “a esta altura no se verifica el estado de sospecha” sobre Vara,
pese a que los testimonios de las víctimas y sus familiares fueron oídos por
todos los asistentes al juicio oral y público que concluyó en septiembre
pasado, con un fallo en que un Tribunal Oral ordenó al Juzgado Federal la
profundización de la investigación debido al estado de sospecha que, marcó el
TOF, incluso “compromete a la Iglesia católica” institucionalmente.
En el escrito firmado
ayer, el juez Martínez naturalizó además el contacto que el cura y capitán Vara
tuvo con personas secuestradas entendiéndolo como propio de su función y
agregando que no basta para “atribuirle autoría o participación en un ilícito
de naturaleza penal”.
De acuerdo a lo
expresado por la Cámara Nacional de Casación a mediados de diciembre último,
Martínez está participando con esta tesitura de un doble juego en que aparece
en dos roles: juez y parte. Bajo las firmas de los magistrados Alejandro
Slokar, Ángela Ledesma y Pedro David, la CNCP indicó expresamente hace menos de
un semestre que el único que “estaría autorizado a oponerse a un pedido del
representante de la vindicta pública sería tan sólo la asistencia letrada” de
la contraparte, “pero esa posición nunca puede ser ocupada por el tercero
imparcial, so riesgo de romper el equilibrio que debe existir entre los tres
poderes realizadores del proceso penal”.
En pocas palabras: de
acuerdo a lo expresado por el máximo tribunal penal de la Nación, el juez
bahiense Martínez se comportó en esta ocasión como abogado defensor del
sacerdote y capitán del Ejército Vara, que interrogaba a personas secuestradas y se permitía el
gesto humanitario de llevarles cigarrillos para que fumando olvidasen lo vivido
en las aulas del terror de “La Escuelita”.
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